Leyendas

Más allá de los elementos físicos y humanos que los conforman, los paisajes esconden leyendas y mitos tras los que late el sentir de sus moradores, sus esperanzas y temores, sus anhelos y fantasías...

viernes, 5 de julio de 2013

La abubilla



El hecho de haberme criado en una casa a las afueras de Jerez, prácticamente en pleno campo, es una de las circunstancias que más han influido en mi formación como persona. Desde muy niño uno de mis entretenimientos más apasionantes fue la caza con trampas –perchas o costillas- de pequeñas aves insectívoras, que sentían una atracción fatal por el brillo de las alas de las lúasalúas u hormigas aludas- que utilizábamos como cebo, y en cuya búsqueda y captura nos afanábamos cada otoño, azada en mano, a la llegada de las primeras lluvias. Gracias a esta actividad depredadora aprendí a distinguir y a conocer  las diversas especies de aves y sus costumbres, y a utilizar en mi favor, al disponer las trampas sobre el terreno, los elementos del entorno: la posición del sol, de modo que sus rayos hicieran brillar las alas de la hormiga reina colocada como cebo; la proximidad de árboles, charcos, matorrales o alambradas, donde solían posarse o merodear los tontitos, los pichirrubios, las pipitas o los carboneros; etc.

La caza con escopeta estaba reservada para mi padre, quien nos fue enseñando poco a poco su manejo y las medidas de seguridad que con ella había que observar siempre. Sólo cuando cumplí los trece años mi padre me autorizó a utilizarla, y a partir de ese momento salir de caza con aquel arma de fuego al amanecer, por los campos próximos a nuestra casa, fue uno de mis placeres favoritos.

Una de las aves que más llamó mi atención desde la primera vez que la vi fue la abubilla. Su hermosa cresta de abanico, su colorido plumaje, su pico largo y fino, y su vuelo ondulante y pausado, ejercieron sobre mi curiosidad infantil una atracción irresistible. Aquel otoño tuve en el punto de mira de la escopeta, en varias ocasiones, a un ejemplar que merodeaba por las proximidades de mi casa y que parecía no asustarse con mi presencia. Sólo cuando me aproximaba demasiado entonces alzaba brevemente el vuelo y se alejaba algunos metros, para volver a posarse en el suelo; y así una vez y otra. Yo no tenía intención de cazarla, porque sabía que su carne no era comestible, y porque desde el principio aquel pájaro, tan dócil y tan diferente a todos, se me había revelado como una especie de bello aliado y amigo secreto. Pero una mañana, después de haberle apuntado varias veces con el arma, que era mi manera de seguirla y observarla, mi dedo índice, sin que yo fuera capaz de dominarlo, apretó el gatillo. Se oyó el estampido del disparo, y el ave, tras dar un salto inútil, quedó tendida en el suelo. Me acerqué corriendo hasta ella preso de la emoción –aún recuerdo cómo el corazón me latía en las sienes-, y al recogerla me llené las manos de sangre. Estaba muerta y tenía los ojos abiertos. Nunca más volví a cazar ningún otro animal.

Hoy sé que ciertos pueblos primitivos atribuyen cualidades mágicas a la abubilla, a quien consideran ave de buen augurio. Según se cree protege contra el mal de ojo y exorciza los sortilegios, y su sangre se utiliza para escribir encantamientos. Sus ojos son capaces de descubrir tesoros ocultos.
Cada vez que a lo largo de mi vida he malogrado algo por precipitación, por inconsciencia, o por amarlo demasiado, me acuerdo de aquella abubilla, de mi afán por poseerla y de su sangre caliente en mis manos temblorosas. Aún no sé muy bien qué tesoro oculto me reveló aquel ave amiga. Pero seguro que se encuentra en algún lugar de esta pequeña historia.

2 comentarios:

  1. Una bonita historia, amigo Rafa, con un antes y un después.

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  2. Me siento identificado con tu bonita historia que al igual que la mía me ocurrió exactamente lo mismo, hoy soy incapaz de matar una mosca y respeto y amo la naturaleza como de un hijo se tratara.

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