Titiriteros (en El Cuervo)
(Por Jacinto Toryho)
POR
los baches arenosos del camino marcha el carricoche. Camino andaluz
alegre y polvoriento. Carricoche chirriador y cansino. Es la vida
ambulante que va a conquistar el miserable pan de cada dia por las
plazas silenciosas de los pueblos.
Son
los titiriteros. Los que alegran el vivir pueblerino deslumbrándole
con sus trajes de relucientes abalorios, y sus saltos mortales.
Acamparon
en el arrabal. Visitaron al Alcalde. Aquella noche habría función.
Visten sus trajes de chillones coloretes, y al minuto la paz del
pueblecito se vio turbada por las estridencias de un cornetín y el
"bumbum" de un bombo, más el redoble jacarandoso de un
tambor. Los músicos no van solos; les acompaña un regimiento de
gente menuda que no cabe en el pellejo de contenta. Aquel es el día
de la felicidad.
—¡
Esta noche hay títeres; tú, esta noche hay títeres!—se dicen los
mozos disimulando una alegría inmensa. La "banda musical"
parada en una esquina apura a galope las postrimerías de una marcha.
Luego el del fliscornio, que parece el Director de la "troupe",
dice en voz alta:
—¡
Esta noche a las nueve gran función en la Plaza pública; payasos,
equilibristas, varietés, finalizando con "el salto mortal".
La retribución es a voluntad!
Y
continúa la murga recorriendo las calles del pueblo. Aquello del
"salto mortal" era algo que subyugaba a todos. Y se
regocijaban los chavales ante la perspectiva de una noche risueña
disfrutando con los chistes de los payasos.
La
Plaza está de bote en bote. En el centro se alza un arrogante
trapecio lleno de humildad. La luna también ha querido ir a los
títeres y alumbra y brilla como nunca; está contenta como los
chavales.
Espera
la gente la aparición de los payasos. Anunciaron la función para
las nueve y ya es la media. Los espectadores de primera fila—en los
títeres la primera fila es exclusiva de los chiquillos—no hacen
más que protestar y "dar guerra", como dice una "comare".
Aparece por fin una mujer vistiendo un traje que parece de plata;
los abalorios relucen a la luz del farol de carburo, y las muchachas
que miran sienten una envidia común: —"¡Si tuviera yo un
vestido como ese!"—piensan.
La
mujer está triste; se coloca en el centro y dice en alta voz:
—i
Respetable público; hago saber a ustedes que es imposible celebrar
la función, porque el Director de la compañía, payaso, acróbata y
músico, se ha puesto enfermo. Mañana, si se hallara mejor, en el
mismo sitio y a la misma hora!
Una
protesta sorda, injusta pero írreprimible, brotó en los
espectadores. La defraudación de una noche de arte barato malhumoró
a algunos.
Inmediatamente
se oyó;
—¡
Dicen que se ha puesto enfermo de hambre!
—¡
La mujer y los chicos están llorando junto al carricoche!
—¡
Pobre gente!
Aquella
protesta sorda se trocó en compasión. Ya nadie pensaba mal de los
titiriteros.
En
aquel pueblecito andaluz hay un Sindicato. Nuestro, de la
Confederación. Todos los trabajadores del pueblo pertenecen a él.
Allí mismo en la Plaza está reunido el Comité y otros muchos
compañeros. Habían ido a pasar un rato a los títeres. Comentaban
lo sucedido, que había apenado a todos.
—Deberíamos
ayudarles—dijo uno.
—Hombre,
por mí, no hay inconveniente.
—A
mi tampoco me parece mal. Son unos
trabajadores
como nosotros.
—Yo
propongo una cosa—dijo resuelto
otro—:
que puesto que están pasando un hambre de los demonios y no pueden
trabajar por eso, les entreguemos las 50 pesetas que hay en el
Sindicato. Al fin y al cabo, éstos sí que las necesitan, y en la
caja ningún beneficio reportan.
Aprobado
por unanimidad. Fueron al Sindicato, las cogieron y marcharon donde
tenían su carricoche-posada los artistas. Hablaron con la mujer de
los abalorios relucientes. El marido estaba enfermo de necesidad, ya
varios días que no habían podido trabajar y no tenían un céntimo.
Ni ella ni él habían probado bocado aquel día ni el anterior. Los
chiquillos lloraban. Eran cinco, y el matrimonio. Siete en total, y
no había un pedazo de pan para ninguno.
Los
del Sindicato le entregaron las 50 pesetas y quedaron más orgullosos
que el Cid cuando entró en Valencia. La mujer por pudor se negaba a
tomarlas. Accedió por fin y preguntó:
—¿Quiénes
son ustedes, me quieren decir sus nombres?
—De
la Confederación; nosotros somos de la Confederación. Esto se lo da
a ustedes el Sindicato Único de Trabajadores de aquí, ¿sabe?
—¡
Qué buenos son!—dijo la mujer, y
rompió a
llorar.
Esa
noche sí que hay función. Se ha despoblado aquello. Hastas los
vejetes de sopitas y buen vino han ido a los títeres.
La
mujer del vestido deslumbrador ha cantado unos cuplés. Los
chiquillos han trepado como monos por el trapecio. El hombre ha hecho
juegos de manos, ejercicios de acrobacia y equilibrismo, y con unas
botellas xílofoneó las canciones de moda. Todos trabajaron aquella
noche con un entusiasmo indescriptible. Por cada chiste que decía el
payaso-director y padre de la familia que sabía hacer de todo—reían
los muchachos del pueblo a caño libre por espacio de cinco minutos.
Luego
salió la compañía en pleno con unos tubos de hoja de lata a pedir
«la voluntad». Toda la gente dio algo; el que no podía "diez",
"cínquito". Pero todos dieron. Aquella noche sacó la
compañía circense alguna cantidad. El "negocio" se les
había dado estupendamente.
El
"director" sale y cambia impresiones con los del Sindicato.
Se va y éstos se sonríen algo emocionados. ¿Qué les habrá dicho
el titiritero?
—Respetable
público—dice el artista que
ayer no
pudo trabajar de hambre—, en la
función de
esta noche ha sido recaudada la cantidad de «cuarenta y cuatro
pesetas con quince céntimos» que son inmediatamente entregadas al
Sindicato Único de este pueblo para que sean repartidas por mitad
entre el Comité pro presos sociales y las víctimas de Casas Viejas.
He dicho.
¿Quién
fue el primero que aplaudió? ¿De dónde salió el primer aplauso,
que, como reguero de pólvora, prendió fuego en todas las manos?
¡Cualquiera sabe! Lo cierto es que cuando terminó el payaso sus
palabras, una salva de aplausos atronó la plaza. Chiquillos,
mujeres, mozos, hombres maduros... "to" Cristo aplaudía
allí. Porque en el pueblecito aquel todos son anarquistas, todos
pertenecen al Sindicato de la Confederación.
El
generoso rasgo de los titiriteros había conmovido al "respetable
público". Y las "comares" se limpiaban los ojos con
la punta del delantal. Los muchachos daban vivas a la C. N. T. y al
comunismo libertario.
¿
Cuento?
¿
Fantasía?
¿
Trucos para ensalzar la moral solidaria de los Sindicatos?
Realidad.
Cruda y tangible realidad sin cuento, sin fantasía y sin truco. El
hecho que queda referido sucedió hace pocos días en El Cuervo,
pueblecito de la provincia de Cádiz. El director de la familiar
compañía circense se llama Gonzalo Piqueras, que con su mujer y
cinco hijos pasea su hambre de artista de la legua por los pueblos de
la Península. La prensa lo reprodujo como cosa sin importancia.
Esto
me hace decir lleno de orgullo; La organización confederal sienta su
base en lo que la vida tiene de más hondo y más sublime: la
sensibilidad humana.
Solidaridad,
apoyo reciproco y generoso es eso: sensibilidad.